"¿Qué has puesto para comer?
- ¡Oh! No te apures... El cocidito de siempre."


Tormento. Benito Pérez Galdós

domingo, 9 de diciembre de 2018

Chirivías. Con poco presente y mucho pasado.

Cada uno tiene sus antros de perdición predilectos, lugares donde pasa el tiempo sin medida, donde la tentación acecha en cada esquina. Los míos, sin dudarlo, son las librerías y los mercados de abastos.

Viajar al futuro y al pasado, a lo cercano y lo lejano, a lo imposible y lo posible; imaginar, soñar, ojear y hojear es el fascinante vagar por una librería. Un periplo que siempre acaba en la áspera realidad: es ese momento en el que siempre tengo que hacer un ejercicio de autocontrol que me permita seguir disponiendo de cierto espacio vital en casa, además de no dejar exhausta la tarjeta.

Así como las librerías nos abren todos los horizontes, los mercados de abastos nos sumergen en los microcosmos de las marmitas locales. Aunque por obra y gracia de las modernas redes de transportes en casi cualquier lugar podemos disponer de todo tipo de alimentos frescos, siempre hay algunos productos que nos desvelan costumbres de la tierra. Me vienen a la memoria las vendedoras de grelos del mercado de Santiago de Compostela, los enormes manojos de peperoncini del mercado de Rio Terá en Venecia, las butifarras de la Boquería… Observar los productos, las cestas de la compra, escuchar las conversaciones: una mañana de un día entre semana en un mercado de abastos es una inmersión en la cultura local además de un placer para los sentidos.

Por desgracia, entre los muchos encantos de la ciudad de Badajoz que son más de los que muchos imaginan, no se encuentra el tener un mercado de abastos. Lo tuvo en un pasado no muy lejano, pero un progreso que no era tal nos privó de él. Y, aunque siempre que puedo recurro al pequeño comercio, las frutas, verduras y hortalizas no destacan por su variedad en las muchas fruterías existentes: suelen tener buen género, mejor que el de las grandes superficies, pero encontrar bulbos de hinojo es misión imposible; nabos y escalonias, casi imposible y un manojo de apio puede suponer recorrer cuatro o cinco fruterías… así están las cosas por aquí. De modo que en materia vegetal no me queda más remedio que recurrir al plastificado paisaje de las grandes superficies, tan brillante como impersonal. Y, de tarde en tarde, entres sus impolutas y asépticas bandejas aparece la sorpresa: no hace mucho encontré una bandeja de chirivías.

Desconozco si en los mercados de otros lugares de España son fáciles de encontrar, pero la única vez que las he visto en Badajoz, salvo el hallazgo de la bandeja mencionada, fue perdidas en un preparado para caldo de esos que contienen puerros, nabos, apio y zanahorias, casi siempre, en proporciones inadecuadas. Tengo noticias de que está empezando a recuperarse su cultivo y su consumo.

Desde un punto de vista botánico, la chirivía, Pastinaca sativa, es una especie diferente de la zanahoria, Daucus carota, aunque en algunos lugares se denomine zanahoria blanca. Y desde un punto de vista culinario también se trata de dos hortalizas bien diferenciadas por su textura, color, dulzor y conjunto de aromas aunque compartan algunos matices.

Las fuentes históricas nos remontan hasta tiempos del imperio Romano: Columela, en sus tratados de agricultura cita la pastinaca y da recomendaciones para su cultivo. Sin embargo no podemos asegurar si se trataba de chirivías, zanahorias o ambas puesto que las dos recibían el mismo nombre. El primer tratado de cocina en lengua romance, el Llibre de Sent Soví (1324) refiere una receta de pastenegua ab let de amelles. La primera cita que hemos encontrado con la voz “chirivía” aparece en el relato de un intento de robo o hurto en el monasterio de Silos escrito por Gonzalo de Berceo: “ladrones de la tierra, moviélos el Pecado, / vinieron a furtarlos, el pueblo aquedado. / .../ cavaron en el uerto de la sancta mongía, / mas rancar non pudieron puerro nin chirivía.” No parece que los pillastres fuesen muy duchos en las labores agrícolas, así que la cosa quedó en apropiación indebida en grado de tentativa, al menos en lo que a puerros y chirivías se refiere. Y a hilo del fallido intento, se me ocurre que no debe estar nada mal una crema de puerros y chirivías.

Según el Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico, la voz chirivía es “de origen incierto, probablemente formado en hispanoárabe por un cruce entre una forma mozárabe chísera, id. (port. achísera), procedente del latín Siser, eris, íd y el árabe karawîya, alcaravea, comino de los prados”. Debemos tener en cuanta que la flor de la chirivía es muy similar, al anís, la alcaravea y el comino. Lo cierto es que hasta la llegada de la voz de origen arábigo, zanahorias y chirivías no se distinguían, al menos en los lingüístico, no sabemos si en lo culinario se hacían o no distinciones.

La chirivía, que era considerada comida de pobres tuvo un relevante papel en la alimentación de las clases menos pudientes, hasta que fue relegada a partir del siglo XVI por la patata procedente de tierras de ultramar. Aunque ésta inicialmente fue considerada malsana, insulsa y flatulenta, su mayor capacidad productiva relegó a un segundo plano a la chirivía. La patata acabó convirtiéndose en el principal sustento de las poblaciones europeas durante las frecuentes hambrunas provocadas por el continuo guerrear que asolaba el continente y fue, también, la base de la alimentación de las primeras clases obreras de la revolución industrial, mientras que la chirivía se convertía en un cultivo residual.

En cuanto a sus propiedades nutricionales, la Pastinaca sativa contiene un 80 % de agua, es rica en vitaminas C, E y K, en potasio, fibra y antioxidantes. Su sabor es ligeramente anisado con recuerdos cítricos y especiados y algo dulzón. Puede consumirse en crudo, por ejemplo, rallada en ensalada; puede participar en múltiples guisos y estofados y en mermeladas y bizcochos. En definitiva, como su prima la zanahoria, bien tratada, aunque visualmente sea menos agraciada, vale para casi todo.

La he probado en caldos y en guisos de lentejas con excelentes resultados y, rebuscando recetas, bastante escasas, encontré esta deliciosa fórmula que transcribo textualmente del interesante blog Hummus sapiens:

" Chirivías estofadas con mostaza y alcaparras.
Ingredientes para 4 personas: 800 gr. de chirivías; 50 gr. de bacon; 250 gr. de nata; ½ de caldo de pollo; 2 cebollas; 2 dientes de ajo; 30 gr. de alcaparras; 3 cucharadas de mostaza granulada; 2 cucharadas de aceto balsámico; 2 cucharaditas de miel.

1.- Raspa levemente las chirivías y resérvelas. Fríe en dos cucharadas de aceite de oliva a fuego moderado el bacon cortado en cuadraditos, y los ajos y las cebollas picados. Cuando tomen color, añade las chirivías y deja que se doren.

2.- Añade el caldo, el aceto y la mostaza, remueve bien y deja que cueza 10 minutos a fuego medio. Añade la nata, vuelve a remover bien, y deja que cueza hasta que las chirivías estén tiernas (entre 10 y 15 minutos).

3.- Una vez listo añade las alcaparras y apaga el fuego. Añade la miel y salpimenta a tu gusto.
"

domingo, 2 de diciembre de 2018

Recital de otoños en El Laurel



"…Que lo beban,

que recuerden en cada

gota de oro

o copa de topacio

o cuchara de púrpura

que trabajó el otoño

hasta llenar de vino las vasijas

y aprenda el hombre oscuro,

en el ceremonial de su negocio,

a recordar la tierra y sus deberes,

a propagar el cántico del fruto."

Oda al vino (fragmento). Pablo Neruda

Y bien honrados fueron los trabajos del otoño en la noche prenavideña de la Casa de Comidas. Mientras en algunas calles de Badajoz se encendían mil candelas anunciando la Navidad, una mesa se iluminaba de conversaciones y bien propagados fueron los cánticos de la uva y recordada la tierra en la copa, en el plato y en el verbo.

Se habló y mucho, incluso de vinos, mientras un recital en cinco estrofas entonó los cánticos de cinco otoños, esencias generosas de tierras austeras, pedregosas, arenosas de Rueda, de Cigales, de Toro y de La Rioja, todos de Bodegas Carlos Moro.
Cántico primero, de Rueda, Verdejo, floral, recuerdos tropicales con una presencia elegante y sutil de la madera. Se agradecen estas expresiones de la variedad entre las miríadas de verdejos adocenados que nos ofrecen por doquier entre semidulce y semidulce. Un suave salmorejo de remolacha acompañó al de Rueda, quizá tonos premonitorios del desfile de rosas, cárdenos y violáceos que se avecinaba.

Tersas alcachofas con una cigala -¿También maridamos palabras, José María?- para el Cigales rosado de tempranillo y verdejo, fresco y desenfadado intermezzo previo al tercero de la noche: Cyan, de Toro, expresión tánica, aromas de regaliz que se entendían bien con un ajo blanco que me sabe otoñal con sus setas y su castañas.

El cuarto y el quinto fueron de La Rioja, la misma variedad, la misma añada dos interpretaciones de la misma partitura, clásica se me antoja la primera, afrancesada la segunda. Para el clásico, la tradición del cocido, para el afrancesado un guiño con mousse de pato.
El recital de otoños se cierra en dulce con un flan de zanahoria y compotas del invierno y en la copa una sidra nos recuerda las esferas de manzana del salmorejo inicial como cuando la coda de las sinfonías recuerda los primeros compases de la obra.

Sucedió el treinta de noviembre en El Laurel, ofició José María Pérez Marqués y los feligreses dicen hablar Incluso de Vinos.

El placer de los banquetes debe medirse no por la abundancia de los manjares, sino por la reunión de los amigos y por su conversación”. Marco Tulio Cicerón

Y cuando los manjares, incluso los vinos, son tan sobresalientes como la reunión de amigos y su conversación, entonces, el placer de los banquetes no se mide porque no se puede, se recuerda y se agradece.

Muchas gracias a Piedad por avisarnos del cónclave, a José María por su hospitalidad y a todos por aceptarnos.

Fotografías facilitadas por José María Pérez Marqués

miércoles, 21 de noviembre de 2018

Una cena del comisario Maigret. El buey a la borgoñona (boeuf bourguignon)

Entre las volutas de los vapores que escapan de las tapas temblorosas de las marmitas se leen historias de otros tiempos y lugares remotos; como los libros, que entre sus líneas exhalan aromas de viajes, luces y sabores de Ítaca.

Se me antoja que los libros tienen dos historias: la que narran sus páginas y la suya, su peripecia: quién los dejó en el estante, cómo llegaron, cuándo… 

Aquellos libritos delgados de cubiertas flexibles con la silueta de un señor con sombrero y pipa eran libros de mayores. Eran los libros que mi padre compraba en las difuntas Librerías de Ferrocarriles y que le daban compaña en los viajes de Madrid a Cercedilla, donde mi madre, mis abuelos y yo pasábamos los meses de la canícula. Según fui abandonando las viñetas, guiado por el consejo paterno, me adentré primero en el mundo de Salgari; el de Julio Verne se me hizo más difícil de digerir; después en el de Agatha Christie y, un par de veranos después, comencé a trasegar aquellas novelitas del comisario Maigret. Tendría doce años cuando empecé a imaginar un París en blanco y negro: el bulevar Richard Lenoir, el Quai des Orfevbres… Un universo de gentes, calles y, también, sabores. 


Madame Pardon había preparado un buey a la borgoñona y nadie sabía mejor que ella preparar aquel plato a la vez sólido y refinado que había sido objeto de la conversación mientras comieron.
Se habló también de la cocina provenzal (1), del cassoulet, del pote de Lorena, de los callos al estilo de Caen, de la bouillabaise.
- A decir verdad casi la mayoría de estos platos fueron consecuencias de la necesidad… Si los refrigeradores hubieran existido durante la Edad Media…
”  

Maigret y el asesino. George Simenon.

La conversación tenía lugar en algún edificio del bulevar Voltaire. Pardon era el gran amigo del comisario Maigret y poco después de la plácida reunión se iniciaría una investigación sobre algún truculento asesinato. No deja de llamarme la atención cuántos escritores de novela negra y policiaca han coincidido en atribuir aficiones gastronómicas a sus detectives protagonistas. Montalbano (Andrea Camilleri) y Brunetti (Donna Leon) entre crimen y crimen no pierden ocasión para ensalzar las cocinas siciliana y veneciana, Jaritos (Petros Márkaris) hace lo propio con la griega. Aunque puestos a citar detectives gourmet, puede que la palma se la lleve nuestro Carvalho (Vázquez Montalbán). 

El comisario Maigret no es un refinado gourmet ni mucho menos un cocinillas: es un hombre que disfruta de la buena mesa, de las tradiciones culinarias, de los placeres de un sencillo bistrot, de un vaso de vino blanco en una tasca de barrio. A lo largo de las setenta y nueve novelas protagonizadas por el comisario, Simenon refiere más de trescientos bares y restaurantes. Según una estadística que comencé y algún día terminaré (creo), solo en sus primeras cuatro novelas aparecen cuarenta y ocho citas de bebidas o comidas.

Y, al igual que los otros detectives mencionados, Maigret también cuenta con su libro de cocina: Las recetas de Madame Maigret, escrito por Robert J. Courtine, amigo personal de George Simenon. En las novelas de Maigret no aparecen recetas, pero nombra un buen repertorio de platos tradicionales franceses que Courtine recopila entre las páginas de las novelas, describe la fórmula y sugiere el maridaje que le parece más idóneo. Resulta un interesante recetario de cocina francesa, del que el propio Simenon escribió el prólogo que constituye toda una declaración: “Muchas personas, sobre todo en estos últimos años, se las dan de entendidas en gastronomía y casi todos los diarios y revistas tienen su sección dedicada a la "buena mesa". Sin embargo, la cocina de la que se habla casi siempre es una cocina de fantasía que armoniza mejor con los muebles hinchables de plástico que con un buen comedor de sólidos muebles.” No cabe duda de que Simenon convierte al comisario en su alter ego en cuanto a gustos culinarios se refiere. 

No había mantel sino papel estampado sobre la tabla encerada de las mesas que el dueño aprovechaba para sus cuentas.
En una pizarra podía verse escrito con tiza:
Picadillo
(2) del Morvan
Rodaja
(3) de ternera con lentejas
Queso
Tarta de la casa
El juez gordinflón se encontraba a gusto en ese ambiente aspirando con glotonería el espeso tufillo de comida. No había más que dos o tres clientes silenciosos y asiduos a los que el propietario llamaba por su nombre.

Maigret se limitó a comentar:
-¿Le gusta la ternera?
-Me gustan todas las especialidades del campo
(4)
. Soy hijo de campesinos yo también…
La paciencia de Maigret
. George Simenon

Inciso sobre las traducciones de los textos citados: 

Sabemos que la traducción no es tarea fácil y, a juzgar por lo leído en estas novelas, el traductor no estaba muy ducho en materia de gastronomía: 

(1) En el original en francés aparece “cuisine provinciale”. La traducción “provenzal” no nos parece muy acertada salvo que estiremos los límites de la Provenza a más de media Francia, el cassoulet es propio de la comarcas occitanas, Caen está en Normadía, Lorena, al norte, frontera con Bélgica y Alemania y la boullabaise que se elabora en la Costa Azul, por cercanía es la única que podría considerarse provenzal. De modo que “cuisine provinciale”, más bien se debería traducir como nuestra expresión “cocina regional”. 

(2) Picadillo de Morvan es la traducción que la edición española da a “rillettes du Morvan”. Los rillettes son el producto de una larga cocción de carne y grasa de cerdo condimentadas, resultando una especie de paté, que a veces y en modo cariñoso recibe el nombre confiture de cochon (mermelada de cerdo), lo más parecido en España puede ser la zurrapa de lomo andaluza. También se elaboran con pato u oca. 

(3) La “rodaja de ternera” suponemos que se refiere al redondo de ternera. 

(4) Y, por último, el “terroir” que el traductor identifica como “campo”, creemos que tiene otras connotaciones más amplias y con cierto componente emocional, que nosotros hubiésemos traducido como “especialidades de la tierra”. En el mundo del vino terroir equivale a nuestro terruño. 

De ese universo de imágenes parisinas rescato hoy el buey a la borgoñona, el bueuf bourguignon de aquella cena con el matrimonio Pardon. 
Hay algunas recetas a las que me acerco con especial reverencia y ésta es una de ellas. El buey a la borgoñona es uno de los grandes platos de la cocina tradicional francesa y eso ya me infunde respeto. No es un es un plato difícil, pero requiere mimo y ninguna prisa, sobre todo ninguna prisa. Pero el tiempo invertido tiene su recompensa en la mesa: aromas, texturas, equilibrio. Un plato cálido, sosegado para ser acompañado con buen vino y buena conversación. 

Cuando se elabora con cuidado y se consigue un aroma perfecto, es uno de los platos a base de buey más deliciosos que se hayan creado El arte de la cocina francesa. Julia Child 

Han sido muchas las fórmulas consultadas y varias las ensayadas y pese a la introducción del artículo, no ha sido la de Las recetas de Madame Maigret, sino la de El arte de la cocina francesa de Julia Child, con alguna pequeña licencia la que más satisfacciones nos ha proporcionado. 

Antes de meternos en harina haremos acto de contrición porque ni hemos utilizado carne de buey, sino de retinto, ni hemos empleado vino de Borgoña, sino extremeño. Hemos elegido jarrete por su consistencia melosa y, confesamos, porque su jugosidad permite cierta elasticidad en el punto de cocción que no necesita tanta precisión como otras piezas. Julia Child recomienda usar trozos de cadera, aguja, espaldilla, babilla, tapa o cuarto trasero y en este punto invitamos a nuestros amigos de  Donoso Carnicerías, habituales e infalibles proveedores de satisfacciones carnívoras, a opinar sobre el tema. De momento ya estamos en conversaciones para que para futuras elaboraciones de este guiso nos provean de jarrete de vaca gallega, que sin ser buey, se acercará más a los sabores originales.
Ingredientes: 

750 g de la carne elegida
150 g de panceta fresca o bacon, nosotros hemos elegido bacon.
Dos zanahorias
Una cebolla
Una rama de apio
Un puerro
Vino tinto (preferentemente de corta crianza)
Caldo de carne (la cantidad que se necesite)
Concentrado de tomate o tomate deshidratado en polvo.
Dos dientes de ajo majados
Un bouquet garnie
Cebollitas francesas
Champiñones
Aceite de oliva, mantequilla, sal, pimienta, harina

Se recomienda una cazuela de hierro fundido o porcelana con tapa, apta para horno. Hemos probado una cocción convencional en fuego, olla lenta y horno. Y, sin duda, el mejor resultado lo hemos obtenido con horno. Si no se dispone de una cazuela de esas características, podemos utilizar alguna que no tenga asas de plástico y taparla lo mejor posible con papel de aluminio.

Elaboración:
 
La primera recomendación es elaborar el guiso un día antes del festín. Así lo haremos con menos prisas y, sobre todo, reposará, espesará y se integrarán mejor todos los sabores. Para el “día D”, dejaremos solo las guarniciones. 

Primero cortaremos el bacon en lardons es decir en taquitos gruesos y alargados. Los escaldaremos en agua hirviendo unos minutos para aminorar el sabor ahumado. Y los reservaremos sobre un papel de cocina que absorba el agua. 

Cortamos la carne en trozos gruesos, de unos tres o cuatro centímetros e iremos precalentando el horno a 230 grados. 

Cubrimos el fondo de la cazuela con aceite de oliva, salteamos el bacon hasta que se dore y lo reservamos. En ese mismo aceite bien caliente doramos por todos sus lados los trozos de carne y los reservamos. 

Y, otra vez en el mismo aceite, salteamos las zanahorias cortadas en ruedas y la cebolla en juliana gruesa. Una vez que estén ligeramente doradas apagamos el fuego y colocamos encima de la verdura los trozos de carne y los lardons. Salpimentamos y cubrimos con harina, removemos ligeramente para repartir bien la harina e introducimos la cazuela destapada en el horno hasta que se cree una costra. 

Sacamos la cazuela, a ser posible con guantes porque el olor a nuestra piel quemada puede contaminar el guiso, y bajamos la temperatura del horno a 150 grados. 

Añadimos la rama de apio, el bouquet garnie, los dientes de ajo rotos con un golpe en plano con la hoja del cuchillo y cubrimos con vino y caldo, en una proporción aproximada de dos partes de vino por una de caldo. Añadimos una o dos cucharadas de concentrado de tomate o de tomate deshidratado en polvo disuelto en un poco de caldo. 

Ponemos en el fuego fuerte, llevamos a ebullición y metemos nuevamente la cazuela, esta vez tapada, en el horno. 

Poco a poco los aromas irán invadiendo la cocina. A partir de las dos horas podemos ir vigilando el punto de la carne. Lo normal es que la cocción dure entre dos horas y media o tres, pero dependerá de la pieza elegida.

Como hemos recomendado hacerlo un día antes, al enfriarse y reposar, el exceso de grasa, si lo hay, subirá a la superficie, lo que nos permitirá un buen desgrasado. Si observamos que la salsa ha quedado excesivamente líquida, siempre podríamos retirar las carnes y la verdura y reducir al fuego. En nuestra experiencia, solo fue necesario cuando hicimos la cocción en olla lenta.

El bouquet garnie

El bouquet garnie puede ser un ramillete de hierbas aromáticas frescas (romero, perejil, perifollo, tomillo, salvia…) O un paquetito de hoja de puerro en el que se envuelven varias hierbas y especias. Esta modalidad nos permite utilizar hierbas secas sin que la salsa se llene de hojitas y restos, además la hoja de puerro hace cierta labor de filtro y evita excesos de aroma. En nuestro caso hemos utilizado laurel, tomillo, romero, mejorana, perejil y clavo. Para que la hoja de puerro sea más flexible y sea más fácil el empaquetado podemos ponerla treinta segundos en el microondas a máxima potencia.

Las guarniciones:

Pelamos las cebollitas con mucho cuidado de no romper las capas para que no se deshagan. En una sartén o cazuela con diámetro suficiente para poder disponer todas las cebollitas en una sola capa añadimos un poco de aceite o mantequilla, lo justo para cubrir el fondo y doramos un poco las cebollas a fuego vivo. Añadimos dos o tres cucharadas de azúcar moreno, un poco de sal y cubrimos con vino tinto o vino de Oporto, también se puede añadir un poco de caldo de carne o una cucharada de salsa del propio guiso. Dejamos a fuego lento moviendo cuidadosamente de vez en cuando hasta que se evapore todo el líquido y quede un caramelo. Para asegurar que quede blando el interior de la cebolla podemos tapar la cazuela dejar cocer unos diez minutos y luego destapar. Paciencia… el resultado óptimo puede tardar más de una hora.

Los champiñones deben cocinarse justo antes de servir. Limpiamos con pincel o pelamos los champiñones (lo que sea, menos lavarlos) y les quitamos los troncos. Salteamos en un poco de mantequilla hasta que estén dorados. Nosotros preferimos dejarlos bastante al dente, solo dorados. Salpimentamos.

Solo queda disfrutar y elegir un buen vino. En esta ocasión hemos degustado un Domeine Magellan de 2012 de Syrah, Grenache y Carignan de la Denominación de Origen del Laguedoc. Entre los extremeños, por ejemplo, un Xentia de Pago de las Encomiendas seguro que es un perfecto acompañante.

miércoles, 17 de octubre de 2018

La elegancia de la sencillez. La porrada, un plato cátaro.

Lo prometido es deuda y en el pasado artículo sobre la Ruta de la tapa vegana de Badajoz anticipaba otro plato de raíces centenarias e idóneo para la cocina vegana.

Has de saber […] que no hay plantas buenas para comer que no sean también buenas para curar, siempre y cuando se ingieran en la medida adecuada. Sólo el exceso las convierte en causa de enfermedad. Por ejemplo, la calabaza. Es de naturaleza fría y húmeda y calma la sed, pero cuando está pasada provoca diarrea y debes tomar una mezcla de mostaza y salmuera para astringir tus vísceras. ¿Y las cebollas? Calientes y húmedas, pocas, vigorizan el coito, naturalmente en aquellos que no han provocado nuestros votos. En exceso, te producen pesadez de cabeza y debes contrarrestar sus efectos tomando leche con vinagre. Razón de más – añadió con malicia – para que un joven monje guarde siempre moderación al comerlas. En cambio, puedes comer ajo. Cálido y seco, es bueno contra los venenos. Pero no exageres, expulsa demasiados humores del cerebro. En cambio, las judías producen orina y engordan, ambas cosas muy buenas. Pero provocan malos sueños”. El nombre de la rosa. Umberto Eco

Así aleccionaba Fray Guillermo de Baskerville al joven Adso durante su estancia en la sombría abadía de San Michele de la Chiusa. Ejemplos sobrados tenemos de la preocupación del clero por las cosas del comer, baste dar un repaso a los recetarios de los monasterios de Alcántara o Guadalupe. También es cierto que en los tiempos en los que transcurre El nombre de la rosa casi todo el saber se recluía en los monasterios por lo que no debe sorprendernos tan sesuda disertación sobre las propiedades de las hortalizas.

¡Penitenciágite!” Mas no es el saber culinario de Fray Guillermo lo que trae a colación la obra de Eco. “¡Penitenciágite!” fue la palabra del animalesco monje Salvatore la que induce a Guillermo de Baskerville a pensar que el susodicho debió pertenecer a la herejía de los dulcinistas. Una de las corrientes religiosas que surgieron en la Edad Media y que predicaban la pobreza original de la Iglesia. Por muy indulgente y comprensivo que se mostrase Fray Guillermo en sus largas disertaciones con Ubertino, no duraron demasiado estos grupos religiosos que fueron perseguidos por la Santa Inquisición y concienzudamente asados por el bien de su alma, pues independientemente de las consideraciones teológicas pertinentes, lo cierto es que estos grupos, ya sean bogomilos, patarinos, dulcinistas, valdenses o cátaros surgidos como reacción a la opulencia de buena parte de la iglesia católica suponían una amenaza para el poder político y económico de Roma.

Quizá, de estas herejías la más relevante haya sido el catarismo. Surgida en el sur de Francia en el siglo X, aunque sus orígenes se remonten algunos siglos atrás, en las creencias páulicas en Armenia. Esta iglesia también llamada de los bons homes (hombres buenos) en sus inicios gozó de ciertas simpatías en la sociedad del momento, antes de que en 1209 el papado iniciase la cruzada contra el catarismo.

Los cátaros predicaban la austeridad. Los perfectos, el equivalente al orden sacerdotal católico, practicaban la pobreza, la abstinencia y la castidad. Rechazaban buena parte de los alimentos habituales en la Edad Media, como la carne, los huevos y la leche y sus derivados. Su alimentación, por tanto, se basaba en un peculiar régimen vegetariano en el que se admitía el pescado. No admitían las carnes, huevos y lácteos por considerarlos impuros al tener su origen en la fornicación, sin embargo comían pescados. La biología no estaba muy avanzada por aquel entonces y se consideraba que los pobres peces no practicaban el fornicio sino que surgían por generación espontánea de las aguas, así que se podían comer pues no eran fruto del pecado.

Entre la abstinencia y, sobre todo, la austeridad podemos suponer que sus recetarios no eran precisamente ricos y distaban mucho de parecerse a los de los monasterios católicos. Sin embargo, de esa sencillez surge el plato que probé recientemente y me maravilló por su elegancia: la porrada o cebada. A veces, como dijo el arquitecto Ludwig Mies van der Rohe, “menos es más.

La receta proviene del libro La cuina al temps dels Bons Homes, de Toni Massanés y Karina Behar. Un excelente tratado de cocina medieval catalana y occitana. Debemos reseñar que los cátaros, en su persecución, se asentaron en tierras catalanas y uno de sus últimos reductos fueron parajes del Pirineo de Lérida.

Esta porrada aparece citada en las actas de los procesos de la Inquisición contra los últimos cátaros, un declarante explica que sintió fugitivos heréticos escondidos hablando en occitano de la porrada.” Toni Massanés.

Porrada o cebada (cuando se elabora con cebolla).

Ingredientes:

Un manojo de puerros

250 gramos de almendras

Aceite de oliva virgen, sal y pimienta

Preparación:

Moler las almendras y dejar en remojo en agua o mejor en caldo de verduras toda la noche.

En la receta que facilita Massanés se cuela esta preparación para obtener una leche de almendras. Nosotros hemos dejado la preparación sin colar. Para elegir esta opción y que la textura de la crema no se resienta, debemos conseguir un molido perfecto de la almendra.

Sofreír los puerros picados en aceite de oliva. Añadir la preparación anterior, dejar hervir y triturar. Aunque los cátaros no tuviesen batidora ni otros robots de cocina, recomendamos utilizar alguno de estos artilugios para lograr una buena textura. En la receta consultada se corrige el espesor con almidón de arroz pero, en nuestro caso, al dejar la almendra sin colar, ha quedado suficientemente espesa.

Solo nos queda salpimentar al gusto ¿Puede haber receta más elemental?

Parece ser que los cátaros, a pesar de su austeridad y abstinencia, sí tomaban vino aunque con moderación. Así que recomendaremos también un vino… pero nos vamos unos cuantos kilómetros al sudoeste de las comarcas cátaras para sugerir un vino de nuestra Extremadura: Viña Puebla blanco fermentado en barrica de Bodegas Toribio, un macabeo con elegantes notas de lías y una cremosidad y aromas tostados que nos parecen una armonía idónea para las almendras de la porrada.

sábado, 13 de octubre de 2018

MARIDAJES (En tres capítulos)



A modo de prólogo

¿Qué razón hay para no tomar, por ejemplo, vino tinto con el lenguado o vino blanco con la perdiz? Pues, sencillamente, la misma razón que existe para no tomar la perdiz con salsa de tomate o el lenguado con confitura de fresas. La misma y no otra ninguna."

Así de categórico se mostraba Julio Camba en La casa de Lúculo, obra de deliciosa lectura, plena de ironía. Una especie de Nueva Fisiología del Gusto (Recuérdese la Fisiología del Gusto de Brillat Savarin, 1825), todo un clásico de la literatura humorística del siglo XX español y, quizá también, un clásico de la literatura gastronómica española.

Tamaño soponcio se llevaría Don Julio si levantara la cabeza y viese las barrabasadas que hoy hacemos con los vinos y las viandas. Benditas barrabasadas que han derribado dogmas y hoy permiten que en la copa blancos se expresen con carnes y quesos, tintos con pescados, generosos con potajes y guisos, cavas con casi todo, aunque no en un maremágnum sin sentido sino en un armónico y complejo universo de normas.

Robert J. Harrington, Evan Goldstein, Alain Senderens, Fiona Beckett (muy recomendable visitar https://www.matchingfoodandwine.com de F. Beckett) o, en España Josep Roca, César Cánovas o Ferrán Centelles han vertido ríos de tinta (y supongo que probado ríos de vino) estableciendo teorías sobre el maridaje perfecto. Especialmente esclarecedor y ameno es el libro ¿Qué vino con este pato?de Ferrán Centelles, que fue sumiller de El Bulli. Una obra que ya hemos citado en algunas ocasiones y cuya principal virtud, a nuestro modo de ver, es su alejamiento de cualquier dogmatismo.

En un extremo de la complejidad podemos encontrar a eruditos como François Chartier desarrollando mil tablas y esquemas de afinidad entre platos y vino basándose en la química molecular y en el otro extremo una afirmación de Andreas Larson (elegido mejor sumiller del mundo por la Asociación de Sumillería Internacional en 2007): “¿Cuál es el factor más importante que te influye al decidir un maridaje?: ¡Pruébalo: si es bueno, funcionará!” Aunque no nos dejemos engañar por la afirmación de Larson, los extremos se tocan y que un maridaje funcione no es fruto de la casualidad.

Desde algunas reglas básicas referentes a la acidez, dulzor, amargor, salinidad, texturas hasta la observación de matices más complejos como los aromas del plato y del vino nos conducen a maridajes o armonías, bien sea por afinidad o por contraste, que son un deleite para los sentidos.

Capítulo I. José Prieto y La Celestina. 28 de septiembre

De estos menesteres saben en Xare-lo y no nos cabe duda de que a José Prieto le apasiona ejercer de casamentero entre la cocina y la copa. Hace unos días, tras el paréntesis veraniego, el joven restaurante ha iniciado su temporada de cenas maridadas. En esta ocasión los mozos a los que había que buscar pareja eran vinos de Bodegas Orán.

José, como esa Celestina de Fernando de Rojas que describe Pármeno: “…Y en su casa hacía perfumes, falsaba estoraques, menjuí, animes, ámbar, algalia, polvillos, almizcles, mosquetes. Tenía una cámara llena de alambiques, de redomillas, de barrilejos de barro, de vidrio, de arambre, de estaño, hechos de mil facciones…”, se dispone en su cocina a emparejar los vinos de Orán.
Dijo Celestina a Pármeno: “… Goza tu mocedad, el buen día, la buena noche, el buen comer y beber.” Y José y su equipo nos proporcionaron gozo y buen comer y beber.

Para un joven Entremares semidulce deEva, Cayetana blanca, Montúa y Pardina con marcados aromas de frutas, entre las que asomaban notas de plátano, un Escalope de foie con plátano caramelizado. Una relación cálida, aterciopelada, intensa… dulzón amor adolescente.
El Entremares dry estuvo acompañado de un excelente Falso sushi de aguacate y cangrejos. Podría llamarse falso sushi, podría llamarse canelón, pero lo cierto es que una capa de aguacate natural envolvía un sabroso relleno de buey de mar, todo ello coronado por un cangrejo de río: un conjunto en el que los sabores yodados del marisco creaban un agradable contraste con la cremosidad del aguacate. Y de igual modo, la acidez del vino contrastaba con la fruta y se entendía a las mil maravillas con el marisco. Una divertida y juvenil pareja.
El primer tinto de la noche, Flor, es el resultado del ensamblaje de tres elaboraciones de Tempranillo: maceración carbónica, fermentación tradicional y maloláctica en barrica. Fue el vino que más gratamente nos sorprendió y estuvo acompañado por un intenso Risotto de gambas. Buena muestra de que un tinto puede acompañar con éxito a un plato con marisco, pues ambos constituían una pareja sólida, estable, con un diálogo intenso y bien estructurado, sereno.
Buche, un tinto de la zona de Matanegra con seis meses de barrica, complejo, intenso con aromas balsámicos, de especias, cacao, tostados, se emparejó con un Tataki de ciervo, una preparación que sin ninguna agresión ni artificio liberaba toda la expresión de la noble carne del venado. Un matrimonio maduro con una conversación plena de matices, equilibrada, inteligente y cómplice.
Cerró la noche el cava de la bodega acompañando una Manzana de chocolate de excelente factura. Una pareja, a nuestro juicio, más conflictiva y con un diálogo complicado y no siempre bien avenido.

Enhorabuena, José y equipo por el trabajo que realizáis cena tras cena, bodega tras bodega ideando nuevos platos, poniendo la cocina al servicio del vino tratando de conseguir en cada caso una experiencia única.

Capítulo II. Piedad Fernández y Enrique IV. 8 de octubre


Falstaff, en Enrique IV de William Shakespeare, en un apasionado monólogo declara: “Un buen jerez produce un doble efecto: se sube a la cabeza y te seca todos los humores estúpidos, torpes y espesos que la ocupan, volviéndola aguda, despierta, inventiva, y llenándola de imágenes vivas, ardientes, deleitosas, que, llevadas a la voz, a la lengua (que les da vida), se vuelven felices ocurrencias. La segunda propiedad de un buen jerez es que calienta la sangre, la cual, antes fría e inmóvil, dejaba los hígados blancos y pálidos, señal de apocamiento y cobardía. Pero el jerez la calienta y la hace correr de las entrañas a las extremidades. Ilumina la cara que, como un faro, llama a las armas al resto de este pequeño reino que es el hombre, y entonces los súbditos viles y los pequeños fluidos interiores pasan revista ante su capitán, el corazón, que reforzado y entonado con su séquito, emprende cualquier hazaña. Y esta valentía viene del jerez, pues la destreza con las armas no es nada sin el jerez (que es lo que la acciona), y la teoría, tan sólo un montón de oro guardado por el diablo, hasta que el jerez la pone en práctica y en uso. De ahí que el príncipe Enrique sea tan valiente, pues la sangre fría que por naturaleza heredó de su padre, cual tierra yerma, árida y estéril, la ha abonado, arado y cultivado con tesón admirable bebiendo tanto y tan buen jerez fecundador que se ha vuelto ardiente y valeroso. Si yo tuviera mil hijos, el primer principio humano que les enseñaría sería el de abjurar de las bebidas flojas y entregarse al jerez.
Aunque no tan belicosa como Falstaff, no fue menos apasionada ni menos prolija en detalles Piedad Fernández en la cata maridada que tuvo lugar durante la feria HOSTELEX en el stand de Dimarca.

Piedad es, entre otras muchas cosas, directora de la Escuela Internacional de Sommelier, con una andadura profesional que rezuma vino en cada hito, es ante todo una enamorada de su profesión y eso se nota en su quehacer. Con precisión pero con la amenidad y la sencillez que solo aportan quienes dominan la materia, Piedad expuso un magistral recorrido por los vinos generosos del Marco de Jerez y de Montilla Moriles a través de cinco vinos: 3 Miradas Vino de Pueblo, Manzanilla Pasada Pastora, Amontillado Clásico Fernando de Castilla, Palo Cortado Antique Fernando de Castilla y Pedro Ximénez Alvear.
Los matices salinos del levante de Sanlúcar, los aromas del velo de flor, la complejidad de la oxidación no anduvieron solos sino cogidos de la mano de cinco excelsos productos: anchoas, jamón y lomo ibéricos y quesos Retorta de Pascualete y Granazul de Granadilla.
Maridajes complejos en aromas y, sin embargo, de extrema sencillez, no hay recetas, no hay cocina tan solo productos desnudos, eso sí, de calidad excepcional. Se me antoja que algo tienen todos en común, vinos y manjares: el efecto del tiempo, de la paciencia, del reposo, quizá por eso son tan bien avenidos.

Capítulo III. José Luis Joló, Francisco Teixidó y El barril de amontillado. 11 de octubre

Desde que se inauguró el restaurante 39Siete hemos asistido agradecidos a la apuesta decidida y entusiasta de José Luis Joló por una carta de vinos diferente y atrevida.

El jueves pasado, en una cena con un formato restringido, intimista el 39Siete maridó cuatro de sus nuevas tapas con cuatro vinos. José Luis, como el protagonista de El barril de amontillado de Edgar Allan Poe, sabe recurrir a eminentes paladares: la cena estuvo dirigida en lo que a vinos se refiere por el enólogo Francisco Teixidó.
Por si algún lector conoce el argumento del cuento de Poe, preferimos aclarar que nos consta que José Luis alberga mejores intenciones hacia Paco que hacia Fortunato el protagonista de El barril de amontillado, cuyo final no desvelaremos por si despertamos la curiosidad y alguien se decide a leerlo. Toda similitud estriba en la excelencia del paladar y en la pasión por el amontillado y, en general, los vinos de Jerez: dice Paco que si tuviese que elegir un vino para llevarse a una isla desierta, siempre sería un jerez.

—Querido Fortunato —le dije en tono jovial—, este es un encuentro afortunado. Pero
¡qué buen aspecto tiene usted hoy! El caso es que he recibido un barril de algo que llaman amontillado, y tengo mis dudas.
—¿Cómo? —dijo él—. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y en pleno Carnaval!
—Por eso mismo le digo que tengo mis dudas —contesté—, e iba a cometer la tontería de pagarlo como si se tratara de un exquisito amontillado, sin consultarle. No había modo de encontrarle a usted, y temía perder la ocasión.
—¡Amontillado!
—Tengo mis dudas.
—¡Amontillado!
—Y he de pagarlo.
—¡Amontillado!
—Pero como supuse que estaba usted muy ocupado, iba ahora a buscar a Luchesi. Él es un buen entendido. Él me dirá...
—Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado del jerez.
—Y, no obstante, hay imbéciles que creen que su paladar puede competir con el de usted.
—Vamos, vamos allá.
—¿Adónde?
—A sus bodegas.


Precisamente, con un amontillado Tío Diego de Bodegas Valdespino comenzó la noche. Acompañó a la entrada de ibéricos y a unos Tacos de atún con alga wakame y vinagreta de jengibre, pareja bien avenida por la intensidad de los cónyuges y su diálogo salino, sales de un mismo mar, llevadas por el levante a la bodega desde las almadrabas de Conil o de Barbate.
Un Habla del Mar mantuvo buen rollito con un Rollito de salmón relleno de queso a las finas hierbas y coulis de mango. Buena acidez en el vino para contrarrestar la grasa del salmón y equilibrio de aromas del vino con la finas hierbas del queso. Nace el salmón en ríos de tierra adentro y madura en el mar, igual que el Habla del Mar, que pasó unos meses sumergido en el Cantábrico.
Francisco Teixidó es doctor en enología, ha recorrido medio mundo catando vinos y, más pronto que tarde, no me cabe duda que obtendrá el título de Master of Wine. Podría haber ilustrado la cena con mil datos técnicos, destripado los vinos en cien aromas o establecido certeras relaciones entre los platos y los vinos, pero no: contó historias, narró anécdotas, describió emociones y vivencias. Y las armonías entre platos y vinos fluyeron como fluía la animada conversación, porque el maridaje no solo es química sino la magia del momento.
Y prosiguió la noche con un Enemigo mío de Bodegas Casa Rojo del brazo de un llamativo Carpaccio de solomillo de avestruz y frutos rojos.

Por último, el Tataki de presa ibérica entabló una elegante relación con el Papafigos de Casa Ferreirinha.
Noche entrañable llena de armonías, buena cocina y buenos vinos y que, como en los buenos conciertos, tuvo algunos bises: un joven Tempranillo y un oloroso que pusieron el punto que será punto y seguido porque estas cosas no deben tener punto final.

A modo de epílogo

Tres capítulos, tres experiencias de maridaje. En la primera José puso su creatividad y técnica como cocinero al servicio de los vinos; en la tercera, José Luis y Paco eligieron vinos para acompañar excelentes platos ya creados y, en la segunda, Piedad escogió extraordinarios productos para armonizar con una gama de vinos con características comunes. Ninguna opción mejor que la otra. Todas memorables experiencias.

Y ninguna de ellas hubiese cabido por entero en los postulados que enunciaba el genial Julio Camba. Bienvenidas sean las actuales tendencias del maridaje que nos descubren cómo un Mencía puede expresarse con un bacalao o  cómo la proscrita alcachofa se lleva bien con los jereces.

Y que nos permiten dudar si acompañar un cochinillo asado con un fresco tempranillo o con un cava, porque el momento, el contexto, también forman parte del maridaje, que no es un simple binomio sino una experiencia no solo de los sentidos, sino también de las emociones. Así, si el cochinillo lo degustamos en verano, en un jardín, probablemente el cava sea su mejor compañero; pero en un salón con chimenea y un ventanal en el que las gotas de lluvia dibujan caminos caprichosos, probablemente pida con insistencia el tempranillo.

Y hasta la compañía y la conversación influyen. En la cena del once de octubre, una joven comensal que confesaba ser novel en el mundo del vino se entusiasmaba con el amontillado, que era la primera vez que lo probaba… y yo me pregunto si esa misma copa en otro contexto hubiera producido el mismo efecto: creo que no.

miércoles, 26 de septiembre de 2018

II Ruta de la tapa vegana de Badajoz y el banquete de Calígula.



Cuentan que cuando le preguntaron a Anton Chejov por el significado de la vida respondió: “Me preguntan qué es la vida. Es como si me preguntaran qué es una zanahoria. Una zanahoria es una zanahoria, y no sabemos nada más.

Se nota que don Anton era hombre de letras y que las plantas y su cultivo no eran su fuerte por mucho que escribiese sobre jardines con cerezos. Sobre la vida, según se mire, puede que sepamos mucho o que no sepamos nada, pero sobre las zanahorias… decir que no sabemos nada más es mucho decir. No en vano, tenemos constancia de las zanahorias, al menos desde hace unos cinco mil años. Cierto es que de la vida tenemos constancia mucho antes, pero da igual porque no hemos acabado de entenderla del todo. De todas formas, Chejov debía “tener algo” con la vida (o la muerte) y la zanahoria porque en El cuento de la noche narra: “… dos marineros bajan y cargan con él. Le meten en un saco, en el que introducen también, para aumentar el peso, dos grandes pedazos de hierro. Metido en el saco se asemeja un poco, ancho por la parte de la cabeza y estrecho por el de las piernas, a una zanahoria. Antes de ponerse el sol lo colocan así en el puente, tendido sobre una plancha apoyada por un extremo en la balaustrada y por el otro en un alto cajón de madera. En torno se reúnen los marineros, todos descubiertos. —Bendito sea…”

Pues sí, unos 3000 años a .de C., en el Asia Central, en la región en la que hoy se asientan Irán y Afganistán ya se comían zanahorias. También tenemos noticia de que griegos y romanos la consumían, aunque principalmente con fines medicinales y, además, prestaban más atención a las hojas y a las semillas que a la raíz. Los romanos le atribuían poderes afrodisíacos y se cuenta que Calígula, de quien sabemos que la moderación no era su principal virtud, debía estar seriamente preocupado por la libido de sus senadores, tanto que invitó al Senado a un banquete de zanahorias, precisamente por su poder afrodisíaco. Las fuentes consultadas no precisan si fueron o no el único ingrediente del ágape.

Más no nos imaginemos a sus señorías ante anaranjados manjares gritando en pleno éxtasis “¡viva la zanahoria!” pues la mayoría de las zanahorias de la época tenía colores violáceos, amarillentos o blanquecinos y tampoco se denominaban zanahorias, que es palabra de origen arábigo. En la antigua Roma las zanahorias y las chirivías recibían el nombre de pastinacas. La palabra castellana parece ser que proviene de la voz árabe isfannariyya que deriva en sefnnariya y sennariya, aunque algunos lingüistas también proponen como origen la voz griega staphylinos.

Observando los bodegones de Sánchez Cotán (1602) o de Arcimboldo (1590) vemos zanahorias de colores bien distintos al naranja que hoy conocemos. El color de las actuales zanahorias proviene de las selecciones y cruces que se realizaron en los Países Bajos a partir del siglo XVI,
donde nace el cultivo moderno de la zanahoria. Hay quienes afirman que la zanahoria naranja fue una creación patriótica en apoyo a la casa de Orange, pero nada hay demostrado sobre el particular y, sin embargo, sí podemos afirmar que ya existían algunas zanahorias naranjas, aunque no fuesen las más extendidas, con anterioridad a los cruces holandeses, pues en el Dioscórides de Viena (s. I a.de C.) aparece una ilustración de pastinaca anaranjada. Suponemos que los botánicos holandeses harían cruces y selecciones buscando aquellas variedades más productivas y de mejor sabor, si su patriotismo les inclinó al color naranja o fueron otros motivos, lo desconocemos.

Lo cierto es que las zanahorias, afrodisíacas o no, patriotas holandesas o no, acompañan nuestras mesas desde tiempos muy remotos. Son hortalizas saludables, ricas en nutrientes, de muy agradable sabor y múltiples posibilidades culinarias. Y siendo así me ha sorprendido no encontrar su presencia en ninguna de las doce elaboraciones que han participado en la II Ruta de la tapa vegana de Badajoz. No se entienda esta sorpresa como crítica porque nada hay más lejos de mi intención.

Las tapas presentadas por los doce bares participantes han ganado en creatividad y calidad con respecto a la edición del pasado año. La actitud de los participantes y la acogida del público nos hace pensar que esta iniciativa de Marciana Pulido se consolida en el calendario culinario de Badajoz.

Una vez más quiero a agradecer a Marci que me haya vuelto a invitar a formar parte del jurado de esta II Ruta. La participación en el jurado la primera edición, de la que ya dimos noticia en este blog, fue una grata experiencia que este año se ha visto superada con una mayor diversidad de elaboraciones. Al igual que en la Ruta anterior, hemos sido dos veganos y dos no veganos los elegidos para la interesante tarea de degustar todas las elaboraciones y la difícil misión de valorarlas. Ha sido un verdadero placer compartir experiencias y reflexiones con Isabel Rodríguez, Agustín Mansilla y Jonhy Melchor.


Los establecimientos premiados han sido:

Primer premio para CAESURA TAPAS
Tapa: Ilusión de tallarines a la italiana. (Crudi-vegana sin gluten)
Cocinero: Santy García Corrales


Segundo premio para LA PARRALA
Tapa: Crema de espárragos con ravioli de espinacas y setas.
Cocineros: Cristina González y José Manuel Caballero.


Tercer premio para MEDITERRÁNEA
tapa: Falafel Crujiente de espinacas con salsa de Yogurt y almendras. (Sin gluten)
Cocinera: Raquel Sánchez Muñoz


Enhorabuena a todos, premiados y no premiados.

Recordemos que la Ruta de la tapa vegana también tiene su faceta benéfica: un porcentaje de la recaudación generada por las tapas se destina a asociaciones en defensa de los animales.

En la entrada de este blog sobre la edición 2017 quise acompañar la humilde crónica con alguna sugerencia de cocina vegana y pretendía este año mantener la idea con alguna sencilla aportación, pero andaban las musas en otros menesteres. Quiso la casualidad que nos reuniéramos para deliberar en la Plaza Alta, a los pies de la alcazaba, rodeados de restos mozárabes, al lado de lo que pudo ser la judería de Badajoz y la imaginación se pierde en tiempos de mezcla de culturas. Poco hemos hablado en este blog de la cocina judía y pocas zanahorias había en la Ruta de la tapa: así que ya tenía servida la guarnición para este artículo. Y emulando el banquete de Calígula, me permito elegir la zanahoria como protagonista de las tres sugerencias que os presento. Antes de entrar en materia prefiero aclarar que mi motivación, a diferencia de la de Calígula, es estrictamente culinaria; si tanta zanahoria surte algún efecto afrodisíaco, ruego al lector que lo considere como un efecto colateral.

Los recetarios de origen hebreo son prolijos en preparaciones con presencia de zanahoria. Hemos elegido tres de estilos muy diferentes pero que tienen en común su aplicación directa o con muy leves adaptaciones a la cocina vegana. Puesto que ninguna de las recetas es de creación propia, podemos afirmar sin caer en la vanidad que son realmente deliciosas.

La primera preparación que presentamos es de origen sefardí. Pese a lo diferente de las hortalizas empleadas, el resultado final nos recuerda a los sabores de la alboronía en su versión más primitiva, de la que ya nos ocupamos en este blog. En la fuente consultada, un programa de Radio Sefarad del cocinero kosher Pinjas Benabraham, le dan el nombre de Zanahorias de Sefarad.

Ingredientes:

500 gr. de zanahorias.
2 cebolletas tiernas (En esta ocasión hemos utilizado chalotas con excelente resultado)
1 diente de ajo
2 cucharaditas de pasas, 2 cucharaditas de piñones
Cilantro o perejil
Aceite de oliva virgen, sal, pimienta y canela
75 cc de agua o, mejor, de caldo de verduras (Hemos utilizado el agua de cocción de la segunda receta)

Elaboración:

Pelamos y cortamos las zanahorias en bastoncillos. Cortamos en mirepoix (cuadraditos muy pequeños) la cebolla y el ajo.

Rehogamos los bastoncillos en el aceite unos minutos y añadimos la cebolla, el ajo, el cilantro, las pasas, los piñones, sal, pimienta molida y canela. Aunque en materia de especias y hierbas preferimos que las cantidades dependan de los gustos personales, nos permitimos recomendar que con la canela seamos prudentes.

Seguimos rehogando hasta que la cebolla esté transparente y cubrimos con el caldo de verduras. Dejamos reducir hasta la evaporación total del caldo.

La segunda receta que compartimos es también de origen sefardí y la hemos tomado de La cultura gastronómica judía en Extremadura de Emilio Jaraiz Navas. Se trata de una ensalada guisada de acelgas y zanahorias.

Ingredientes:

4 zanahorias
1 Kg de acelgas
3 dientes de ajo
Pimentón de ñoras (nosotros hemos utilizado pimentón de La Vera)
Comino molido
El zumo de medio limón
Un trozo de limón curado (hemos utilizado un trocito de piel de limón)
Aceite de oliva virgen

Elaboración:

Pelamos las zanahorias y las cocemos, nosotros preferimos una cocción breve y que la zanahoria quede ligeramente al dente, pero será cuestión de gustos. Escurrimos, dejamos enfriar y cortamos al gusto. En el mismo agua cocemos las acelgas y, también escurrimos y dejamos enfriar.

Sofreímos los ajos picados sin que lleguen a dorarse, añadimos el pimentón, el comino, la piel de limón y el zumo, damos un hervor a fuego lento y utilizamos para aliñar.

Y, por último: tzimes, de origen ashkenazí, puede utilizarse como guarnición de platos salados con los que ofrece un interesante contraste y como postre solo o combinado con purés de calabaza, castañas o boniatos o acompañando un yogur de soja o una nata de almendra montada.

Ingredientes:

500 gr. de zanahorias
4 ó 5 cucharadas de miel, que hemos sustituido para la versión vegana por 75 gramos de panela, aunque podría utilizarse también azúcar moreno.
El zumo de una naranja
50 cc. de agua
Jengibre fresco, nuez moscada, macis (cobertura desecada de la nuez moscada, no es fácil de encontrar… pero en Badajoz, tenemos Semilla y Grano) y/o canela.
Grasa de oca, aceite de semillas o mantequilla. En la versión vegana hemos utilizado aceite sésamo. Sobre la grasa, debe tenerse en cuenta que en la cocina kosher no se pueden utilizar lácteos para acompañar carnes de mamíferos.

Elaboración:

Una vez limpias y peladas las zanahorias, podemos hacer un rallado grueso o cortar en daditos, nosotros nos hemos inclinado por este último corte.

Sofreímos la zanahoria en la grasa elegida con la cazuela tapada entre cinco u ocho minutos a fuego lento.

Añadimos la panela, el zumo de naranja, el agua y los aromatizantes elegidos. En nuestro caso hemos optado por macis y jengibre rallado. Los aromas y la cantidad de los mismos son cuestión de gustos.

Se deja cocer hasta la total desaparición del líquido. Debe quedar una mezcla caramelizada.

Espero que tanto veganos como no veganos disfruten tanto como nosotros estas sencillas y deliciosas preparaciones que se nos antojan de muy antiguas raíces: nótese el uso de las especias y la ausencia de ingredientes post colombinos (tomate, patata, pimiento…) a excepción del pimentón de la ensalada de acelgas.

Y en esta línea de cocina de raíces antiguas tenía pensada un propina… pero me la reservo para el siguiente artículo porque no tiene zanahorias, no es judía… y así tengo la oportunidad de dedicar otro artículo a los amigos veganos.

Muchas gracias a Isabel Rodríguez y Marciana Pulido por las fotografías que ilustran las tapas premiadas.