"¿Qué has puesto para comer?
- ¡Oh! No te apures... El cocidito de siempre."


Tormento. Benito Pérez Galdós

sábado, 28 de abril de 2018

Profanación del marmitako y otras impurezas

A veces, en nuestra lista de la compra aparece la anotación: “algo de pescado”. Es decir, ir a la pescadería, otear, imaginar, ver qué hay… Hoy los lomos acerados de unas cuantas melvas no muy grandes brillan entre el hielo picado. Hace tiempo que no las veía y la decisión resulta fácil. Pienso en algún escabeche pero unos cielos grises y un airecillo fresco me inclinan hacia algún guisote reconfortante y un marmitako empieza a ganar puntos…

El marmitako es un guiso de bonito según los cánones de los más puristas de la tradición de la cocina vasca, sin embargo hoy la melva va a ser protagonista. Aunque si ahondamos mucho en la tradición, suele pasar que los purismos se tambalean porque si el marmitako era un guiso de pescadores es poco probable que solo hubiese una receta y mucho menos solo elaborada con bonito sino con todo lo que cayese en la marmita y más dudoso es que siempre se dispusiese de tomates y pimientos frescos.
Claro que si lo consideramos un guiso propio de la costera del bonito, que es en verano, bien pudiera ser que en las bodegas de los barcos hubiese tomates y pimientos y que, además, el único ingrediente fuese el bonito. Como siempre que se empieza a ahondar en las raíces, la cosa se complica y, generalmente cada opinión y cada versión resultan, a la postre, tan respetables unas como otras. Más espinoso resulta hurgar en los orígenes geográficos ¿guiso vasco o de toda la cornisa cantábrica? Puesto que el guisote en cuestión toma, como la paella, el nombre del recipiente, dejaremos que caldeiro, cazuela, marmita y marmitako se repartan los honores de la paternidad de sus respectivos guisos porque no seré yo quien venga a sembrar polémicas, que con sembrar habas tengo suficiente y parece que no se me da mal… En cualquier caso justo es mostrar reverencia a la “receta purista” pues es sencillamente deliciosa.

Sin embargo, hay días en los que uno se levanta travieso ,y no solamente voy a cambiar el bonito por la melva sino que también me está apeteciendo usar tomates secos en lugar de tomates frescos. Tanto por experimentar como porque los tomates frescos fuera de temporada, salvo algunas excepciones, están más bien escasos de sabor.

Desde la ventana de la cocina se ve nuestro minihuerto, ese que ahora está rebosante de habas y que ya hemos mencionado en algunos artículos precedentes. No hay dos sin tres, porque este es ya el tercer artículo con habas… cosas de la temporada, y puestos a cometer desmanes, las habas me tientan…

Con cierto pesar después de leer algunos textos clásicos, temo que esto ya no es una tropelía contra la ortodoxia del marmitako sino un acto impuro en toda regla. Y es que en el mundo clásico las habas, pese a ser parte considerable del sustento sobre todo de las clases menos pudientes, daban mucho que hablar: los pitagóricos las consideraban impuras e incluso algunos pensaban que en ellas residía el alma de los muertos, opinión que también compartía Plinio. Plutarco también las relacionaba con la muerte, aunque se refiere no solo a las habas sino a todas las legumbres. Dídimo indicaba que las habas impedían tener sueños tranquilos porque “producen vientos”. Las habas también estaban
presentes en muchos rituales relacionados con los asuntos de ultratumba. También había que tener cierto cuidado con la palabra κύανος, que podía significar tanto testículo como haba por ciertas similitudes morfológicas. También parece que la forma del haba se identificó con la del embrión y dio lugar a relacionarla con la fertilidad y el misterio de la vida. Más curiosas resultaban algunas asociaciones de su carácter flatulento con el apetito sexual. Aunque, sin duda, eran Pitágoras y los de su escuela quienes más tirria tenían a nuestras queridas legumbres: ya hemos dicho que las consideraban impuras y Porfirio, tratando de explicar y documentar la aversión pitagórica a las habas afirma que Pitágoras al ver a un buey comiendo habas, pidió al pastor que lo impidiese, al contestarle éste en tono burlón que desconocía el idioma del animal, el bueno de Pitagóras susurró a los oídos del buey sus preceptos. Lo que Porfirio no explica es si el buey dejó de comer habas, aprendió a resolver problemas con triángulos rectángulos o siguió zampando como si tal cosa. Continúa Porfirio explicando la manía pitagórica hacia las habas afirmando que tanto las habas como los hombres germinaron de la misma podredumbre y que si se masticaba un haba y se exponía ese bolo al sol durante un tiempo, la mezcla acabaría oliendo a semen humano y no contento con esta explicación, añade que si se introduce un haba en flor en una vasija de barro y se entierra, al cabo de noventa días se habrá convertido en una cabeza de niño o en un sexo de mujer…

Llegados a este punto, no puedo evitar acordarme de Obelix y su máxima “Están locos
estos romanos”… o griegos… que supongo que para el inseparable amigo de Asterix no se diferenciarían mucho unos de otros.
Puestos ya manos a la obra y asumiendo los riesgos avisados por los pitagóricos comenzamos picando cebolla. Un puerro solitario y aburrido que aguarda en el cajón de la verdura pide protagonismo y sucumbe también bajo el cuchillo, pues creo que puede aportar suavidad y jugosidad al plato. Añadimos unos tomates secos previamente hidratados y ponemos a sofreír. Añadimos una generosa cantidad de habas picadas con su vaina y dejamos cocinar con la cazuela tapada.
Añadimos dos cucharadas de carne de pimiento choricero, colocamos ruedas de patata de un centímetro de grosor encima del sofrito, cubrimos con un fumet de pescado y volvemos a tapar. Una vez que están blandas las patatas, posamos sobre éstas el filete de melva, tapamos nuevamente la cazuela y dejamos a fuego lento dos o tres minutos, lo justo para que el pescado quede cocinado pero no resulte seco.
El resultado es un guisito agradable, sustancioso y caserote. De aquel marmitako del principio no quedan más que unos aromas comunes de la verdura, del pimiento. Otro día con bonito y sin añadidos extravagantes honraremos la sabia receta del cantábrico… hoy disfrutaremos de su inspiración en un plato resultón, sencillo y sin pretensiones.

Para acompañarlo, un tinto joven, quizá un Rioja de cosechero.


Los datos sobre el mundo clásico y las habas están extraídos de la interesante monografía “Consideraciones en torno al tabú de las habas en la Antigüedad” de Tatiana García Labrador del Dpto. de Estudios Clásicos de la Universidad de León.

sábado, 21 de abril de 2018

Arroz con habas, habas con recuerdos


La primavera está siendo generosa en aguas y las temperaturas son suaves. Aquellas plantitas incipientes de octubre se han convertido en una especie de selva verde grisácea en la que casi todos los días nos perdemos unos minutos recogiendo su fruto. Aquellas flores que mencionaba en un artículo precedente se están convirtiendo en aromáticas vainas preñadas de sabrosa legumbre y eso tiene sus consecuencias en nuestra cocina.

Consecuencias en nuestra cocina y también en mis recuerdos. Siempre que sembramos unas habas aflora la nostalgia de los tiempos de estudiante de ingeniería técnica agrícola: disponíamos de un pequeño huerto de prácticas y en la asignatura de fitotecnia se nos asignaba una pequeña parcela; teníamos que elegir un cultivo, ponerlo en práctica y observar su desarrollo. Y así empezó mi idilio con el cultivo de habas. Dejaron huella aquellas habas, pero más huella dejó el profesor que impartía la asignatura: Jacinto Guerra, uno de esos docentes cuyas enseñanzas perduran, profesores que transmiten pasión y profesionalidad en lo que enseñan. Tiempos pasados en el Centro Universitario Santa Ana, tiempos de aprendizaje académico y, sobre todo, humano. Recuerdos siempre llenos de afecto y gratitud.

Coincidencias: Jacinto también es el nombre del protagonista de la virgiliana novela póstuma de Eça de Queiroz La ciudad y las sierras. En su exaltación de lo bucólico, de lo natural y de lo rural frente a los artificios de las grandes urbes, Eça de Queiroz sienta a Jacinto a una mesa en la que le servirán un humilde arroz con habas:

Foi elle que rapou avaramente a sopeira. E já espreitava a porta, esperando a portadora dos piteus, a rija moça de peitos trementes, que emfim surgiu, mais esbrazeada, abalando o sobrado e pouso sobre a mesa uma travessa a trasbordar de arroz com favas. Que desconsolo! Jacintho, em Paris, sempre abominára favas!... Tentou todavia uma garfada timida e de novo aquelles seus olhos, que opessimismo ennovoára, luziram, procurando os meus. Outra larga garfada, concentrada, com uma lentidão de frade que se regala. Depois um brado:

-Optimo!... Ah, d'estas favas, sim! Oh que fava! Que delicia!



[…]

-Então vem admirar a belleza na simplicidade, barbaro!

Era a mesma onde nós tanto exaltaramos o arroz com favas mas muito esfregada, muito caiada, com um rodapé bezuntado d'azul estridente onde logo adivinhei a obra do meu Principe. Uma toalha de linho de Guimarães cobria a mesa, com as franjas roçando o soalho. No fundo dos pratos de louça forte reluzia um gallo amarello. Era o mesmo gallo e a mesma louça em que na nossa casa, em Guiães, se servem os feijões dos cavadores..
.”

La fórmula que hoy queremos compartir probablemente no se parezca en nada al plato que extasió el paladar de Jacinto, salvo en que entre sus ingredientes hay arroz y habas, claro. Pero seguro que su sencillez y la intensidad de su sabor hubiese causado el mismo efecto.

Partiremos de ese universal, sempiterno y delicioso sofrito de aromas entrañables que con pocas variaciones es puntal de tantos platos de nuestra más honda tradición culinaria.
Cebolla, un poco de pimento verde y un tomate, cortados en mirepoix, uno o dos dientes de ajo en láminas, una hoja de laurel y una generosa cantidad de habas con su vaina, cortadas en trocitos de poco más de un centímetro de largo. Sofreímos muy lentamente. Suelo tener la cazuela tapada para que no se pierdan aromas y las verduras suelten sus caldos. Una vez rendidas las verduras, añadimos un poco de pimentón (opcional, es cuestión de gustos) y un poco de comino molido. Damos una vuelta con cuidado para que no se queme el pimentón e incorporamos el arroz, dejamos cocinar un minuto y regamos mejor con algún caldo que con agua. Si queremos una versión vegana, podemos utilizar un caldo de verduras (puerro, zanahoria, apio…) y, si lo preferimos, un caldo de ave o de huesos y verduras. Algo, que como siempre repetimos, no debe faltar en nuestro congelador.

Y poco más tiene la receta… dejar el arroz en su punto justo de cocción, dejar reposar y sentarse a disfrutar del sabor de un plato humilde y de primorosos aromas.

En la copa… un rosado Pinot noir de Coloma.


lunes, 16 de abril de 2018

Xare-lo y Viña Santa Marina, una cena con invocaciones clásicas.

Pajizo, pálido pero intenso. Unos aromas frescos, frutales, agradan los sentidos y despiertan emociones. A veces, los vinos, además de regalarnos los sentidos con recuerdos a una u otra fruta, a una flor, a una esencia o a una especia, también provocan remembranzas y al degustar este Altara de Viña Santa Marina, evoco vinos de antaño. No cabe duda de que es un vino que goza de toda la finura y expresión aromática que proporcionan la técnica enológica moderna… sin embargo algo me transporta a un mundo de sensaciones olvidadas: no en vano está elaborado con la autóctona Montúa.

Unos espárragos de excelente textura y un corazón de alcachofa llegaron acompañados de una salsa holandesa. Un elegante toque de estragón me recuerda a la bearnesa. Cremosa, ligeramente ácida, suave y elegante es toda una invocación al espíritu de Escoffier y a su sistema de salsas francés.

Vino y plato reviven aires clásicos a un tiempo ya olvidados.

En las postrimerías del Diecinueve no había convite de postín que no adornase sus mesas con platos de cocina francesa. Los menús de alcurnia se escribían en la lengua de Carême y de Escoffier. La grande cuisine ganaba la partida a la olla podrida. El lenguado a la Morny desbancaba al besugo con ruedas de limón. Y mientras unos se regocijaban con los nuevos aires, otros se resistían con ahínco a la moda afrancesada.

Así, la gran Pardo Bazán, que además de su obra literaria nos legó dos de los grandes recetarios de la cocina española, no perdía comba y en cuanto podía arremetía:

Para llegar al número prefijado, 26 platos, no había recurrido la guisandera a los artificios con que la cocina francesa disfraza los manjares, bautizándolos con nombres nuevos o adornándolos con arambeles y engañifas. No señor: en aquellas regiones vírgenes no se conocía, loado sea Dios, ninguna salsa o pebre de origen gabacho y todo era neto, varonil y clásico como la olla.” Los pazos de Ulloa. Emila Pardo Bazán.

Más moderado parece Juan Valera que no dudaba en afirmar “… Todos los hombres, y peculiarmente los españoles, salvo algún extravagante, prefieren comer foie gras y pavo trufado a comer chanfaina y revoltillos…” Valera, que además de escritor y periodista fue diplomático, debió impregnarse de los gustos foráneos y, muy en particular, del foie que menciona reiteradamente: “Devoramos un corpulento paté de foie gras y varias sabrosas frutas, agotando entre alegre conversación, dos botellas de exquisito vino del Rin…” (Viaje al Vesubio y viaje a las ruinas de Pesto). Narra también como el embajador de Francia se presentó a una cita avituallado con “…un impresionante pastel de foie gras y dos botellas de Champagne…” Pero esta afición de Valera por el foie y los vinos de más allá de los Pirineos no impide que elogiase con vehemencia la cocina del campo español: “… Petra, el ama de llaves, hizo milagros en aquellos días. Qué pavos rellenos, qué cocido con morcilla, chorizo embuchado y morcones, qué tortillas con espárragos trigueros, qué platazos de pepitorias; qué menestras de cardos, morcillas y guisantes; qué jamón con huevos hilados, qué tortas maimones y qué deliciosas alboronías.” (Doña Luz).

Son muchos los escritores decimonónicos que ensalzaron la cocina tradicional, pero también los hubo que se decantaron por la modernidad de las influencias francesas. Galdós fue asiduo de Lhardy, no sabemos si por su cocido y sus callos o por su souflé de naranja, su poularda rellena, la ternera Orloff o su consommé, que las finas damas de la época degustaban con una copita de Tokaji. Larra mostraba pasión por todo lo francés y echaba pestes de los figones de Madrid.

Y en el fragor de la disputa de la intelectualidad por una cocina vanguardista o por las esencias de la tradición, otros despuntaban definiendo un tipo ecléctico: “… Su libertinaje era, por el contrario, aquel otro libertinaje tan común en España entre los jóvenes de alta alcurnia: mezcla extraña, tipo híbrido del manolo y del sportmen, del gitano y el muscadín, que se diría nacido del antitético matrimonio del un torero andaluz con una soubiette parisiense. Harto de chulas y lorettes, de toros y hándicaps, de manzanilla y champagne, de callos y foie gras…” Así describe Luis Coloma al marqués de Villamelón en Pequeñeces.

Y, aunque ni joven ni mucho menos de alta alcurnia y lo de libertino no viene al caso, sí que disfruto por igual la manzanilla que el Champagne y los callos que el foie gras.

Galdós, en La corte de Carlos IV de sus Episodios Nacionales decía: "La gente de fuera ve a los ministros muy atareados y dándose aire de personas que hacen alguna cosa. Cualquiera creería que esos personajes cargados de galones y de vanidad sirven para algo más que para cobrar sus enormes sueldos; pero no, nada de esto hay. No son más que ciegos instrumentos y maniquíes que se mueven a impulsos de una fuerza que el público no ve." Poco ha cambiado España. Y en los mentideros gastronómicos tampoco hemos evolucionado mucho: las vanguardias, aunque ya no son francesas, siguen despertando tantos odios como pasiones y, al igual que entonces, surgen aguerridos defensores de lo tradicional. Olvidando unos y otros que tanta calidad, esfuerzo y buen hacer hay en una y otra cocina. Pero en medio del batiburrillo, aquellos grandes clásicos afrancesados están casi desaparecidos.

Por eso, uno se emociona ante la suavidad y elegancia de una holandesa de excelente factura. Una salsa que bien pudo degustarse en un Turbot (rodaballo) sauce hollandaise tan frecuente en las mesas decimonónicas y tan escaso en las actuales. Como el marqués de Villamelón, disfruto igual con la vanguardia que con la tradición, con una esferificación de Adriá que con un potaje de cuaresma, pero no puedo evitar encandilarme con la grande cuisine.

Sonríe ahora en la copa un goloso rosado Merlot: una gominola, aromas juguetones de fresa y frambuesa. Un vino de cuidada elaboración que despliega los aromas de la variedad.

En el plato, un foie en una preparación sencilla acompañado de unas habitas que se nos antojan un claro guiño a la verdura de temporada. La sencillez del plato no oculta sino que potencia las virtudes de uno y otro ingrediente. Se agradece la ausencia de reducciones y frutos que bien están en su justa medida pero que su abuso empalaga y hastía. Un plato original y respetuoso con la materia prima.

Si este rosado era el mejor acompañante del foie con habitas es cuestión de gustos, pero en común tienen pulcritud en su elaboración y sutileza y elegancia en los resultados.

El tinto, un ensamblaje de Cabernet y Syrah, con una elegante expresión tánica, nos vuelve a recordar a un vino “clásico”.

Y en el plato vuelve a manifestarse el espíritu del maestro Escoffier: un “steak tartar bomb”, versión peculiar del beefsteak a la tartare, nombre que le dio el fundador  del hotel Ritz de París y autor de la gran obra Ma cuisine cuando añadió salsa tártara al beefsteak a la americaine. José Prieto lo presentó  en Xare-lo ligeramente templado, con la carne apenas acariciada por un pase de soplete y con un aderezo sutil, tímido que no enmascaraba el sabor del producto. Exquisita interpretación de todo un clásico de la gran cocina. Quizá se hubiese agradecido un picado un poco más grueso, pero es cuestión de gustos (y de que alguna pega hay que poner). Cierto es que el steak tartar últimamente ha recuperado protagonismo en las mesas, pero son bienvenidas versiones personales que aportan matices sin sacrificar la esencia original.

El punto dulce nos lo trajo un Viognier de cosecha tardía, singular, aromático, glicérico que acompañó a una espectacular torrija. Asomaba nuevamente el clasicismo francés en el pan brioche fundido con la tradición española de la Semana Santa, aromas de miel y azafrán daban la pincelada del autor.

Así finalizaba una cena que comenzó con unos ejercicios de cata de la mano de Yolanda Piñero, que también explicó sus vinos con pasión.

Una cena con recuerdos y para el recuerdo. José Prieto, en esta ocasión nos ha ofrecido una cocina más sencilla, con muchos guiños al clasicismo culinario, elegante y equilibrada, dicho sea sin desmerecer el trabajo de otras ocasiones. A veces, menos es más. Esta noche ha sido así y no es fácil.

No hay cena redonda sin el trabajo en equipo, el personal de sala del restaurante Xare-lo pone el broche de oro con simpatía y profesionalidad. Enhorabuena.