"¿Qué has puesto para comer?
- ¡Oh! No te apures... El cocidito de siempre."


Tormento. Benito Pérez Galdós

lunes, 16 de abril de 2018

Xare-lo y Viña Santa Marina, una cena con invocaciones clásicas.

Pajizo, pálido pero intenso. Unos aromas frescos, frutales, agradan los sentidos y despiertan emociones. A veces, los vinos, además de regalarnos los sentidos con recuerdos a una u otra fruta, a una flor, a una esencia o a una especia, también provocan remembranzas y al degustar este Altara de Viña Santa Marina, evoco vinos de antaño. No cabe duda de que es un vino que goza de toda la finura y expresión aromática que proporcionan la técnica enológica moderna… sin embargo algo me transporta a un mundo de sensaciones olvidadas: no en vano está elaborado con la autóctona Montúa.

Unos espárragos de excelente textura y un corazón de alcachofa llegaron acompañados de una salsa holandesa. Un elegante toque de estragón me recuerda a la bearnesa. Cremosa, ligeramente ácida, suave y elegante es toda una invocación al espíritu de Escoffier y a su sistema de salsas francés.

Vino y plato reviven aires clásicos a un tiempo ya olvidados.

En las postrimerías del Diecinueve no había convite de postín que no adornase sus mesas con platos de cocina francesa. Los menús de alcurnia se escribían en la lengua de Carême y de Escoffier. La grande cuisine ganaba la partida a la olla podrida. El lenguado a la Morny desbancaba al besugo con ruedas de limón. Y mientras unos se regocijaban con los nuevos aires, otros se resistían con ahínco a la moda afrancesada.

Así, la gran Pardo Bazán, que además de su obra literaria nos legó dos de los grandes recetarios de la cocina española, no perdía comba y en cuanto podía arremetía:

Para llegar al número prefijado, 26 platos, no había recurrido la guisandera a los artificios con que la cocina francesa disfraza los manjares, bautizándolos con nombres nuevos o adornándolos con arambeles y engañifas. No señor: en aquellas regiones vírgenes no se conocía, loado sea Dios, ninguna salsa o pebre de origen gabacho y todo era neto, varonil y clásico como la olla.” Los pazos de Ulloa. Emila Pardo Bazán.

Más moderado parece Juan Valera que no dudaba en afirmar “… Todos los hombres, y peculiarmente los españoles, salvo algún extravagante, prefieren comer foie gras y pavo trufado a comer chanfaina y revoltillos…” Valera, que además de escritor y periodista fue diplomático, debió impregnarse de los gustos foráneos y, muy en particular, del foie que menciona reiteradamente: “Devoramos un corpulento paté de foie gras y varias sabrosas frutas, agotando entre alegre conversación, dos botellas de exquisito vino del Rin…” (Viaje al Vesubio y viaje a las ruinas de Pesto). Narra también como el embajador de Francia se presentó a una cita avituallado con “…un impresionante pastel de foie gras y dos botellas de Champagne…” Pero esta afición de Valera por el foie y los vinos de más allá de los Pirineos no impide que elogiase con vehemencia la cocina del campo español: “… Petra, el ama de llaves, hizo milagros en aquellos días. Qué pavos rellenos, qué cocido con morcilla, chorizo embuchado y morcones, qué tortillas con espárragos trigueros, qué platazos de pepitorias; qué menestras de cardos, morcillas y guisantes; qué jamón con huevos hilados, qué tortas maimones y qué deliciosas alboronías.” (Doña Luz).

Son muchos los escritores decimonónicos que ensalzaron la cocina tradicional, pero también los hubo que se decantaron por la modernidad de las influencias francesas. Galdós fue asiduo de Lhardy, no sabemos si por su cocido y sus callos o por su souflé de naranja, su poularda rellena, la ternera Orloff o su consommé, que las finas damas de la época degustaban con una copita de Tokaji. Larra mostraba pasión por todo lo francés y echaba pestes de los figones de Madrid.

Y en el fragor de la disputa de la intelectualidad por una cocina vanguardista o por las esencias de la tradición, otros despuntaban definiendo un tipo ecléctico: “… Su libertinaje era, por el contrario, aquel otro libertinaje tan común en España entre los jóvenes de alta alcurnia: mezcla extraña, tipo híbrido del manolo y del sportmen, del gitano y el muscadín, que se diría nacido del antitético matrimonio del un torero andaluz con una soubiette parisiense. Harto de chulas y lorettes, de toros y hándicaps, de manzanilla y champagne, de callos y foie gras…” Así describe Luis Coloma al marqués de Villamelón en Pequeñeces.

Y, aunque ni joven ni mucho menos de alta alcurnia y lo de libertino no viene al caso, sí que disfruto por igual la manzanilla que el Champagne y los callos que el foie gras.

Galdós, en La corte de Carlos IV de sus Episodios Nacionales decía: "La gente de fuera ve a los ministros muy atareados y dándose aire de personas que hacen alguna cosa. Cualquiera creería que esos personajes cargados de galones y de vanidad sirven para algo más que para cobrar sus enormes sueldos; pero no, nada de esto hay. No son más que ciegos instrumentos y maniquíes que se mueven a impulsos de una fuerza que el público no ve." Poco ha cambiado España. Y en los mentideros gastronómicos tampoco hemos evolucionado mucho: las vanguardias, aunque ya no son francesas, siguen despertando tantos odios como pasiones y, al igual que entonces, surgen aguerridos defensores de lo tradicional. Olvidando unos y otros que tanta calidad, esfuerzo y buen hacer hay en una y otra cocina. Pero en medio del batiburrillo, aquellos grandes clásicos afrancesados están casi desaparecidos.

Por eso, uno se emociona ante la suavidad y elegancia de una holandesa de excelente factura. Una salsa que bien pudo degustarse en un Turbot (rodaballo) sauce hollandaise tan frecuente en las mesas decimonónicas y tan escaso en las actuales. Como el marqués de Villamelón, disfruto igual con la vanguardia que con la tradición, con una esferificación de Adriá que con un potaje de cuaresma, pero no puedo evitar encandilarme con la grande cuisine.

Sonríe ahora en la copa un goloso rosado Merlot: una gominola, aromas juguetones de fresa y frambuesa. Un vino de cuidada elaboración que despliega los aromas de la variedad.

En el plato, un foie en una preparación sencilla acompañado de unas habitas que se nos antojan un claro guiño a la verdura de temporada. La sencillez del plato no oculta sino que potencia las virtudes de uno y otro ingrediente. Se agradece la ausencia de reducciones y frutos que bien están en su justa medida pero que su abuso empalaga y hastía. Un plato original y respetuoso con la materia prima.

Si este rosado era el mejor acompañante del foie con habitas es cuestión de gustos, pero en común tienen pulcritud en su elaboración y sutileza y elegancia en los resultados.

El tinto, un ensamblaje de Cabernet y Syrah, con una elegante expresión tánica, nos vuelve a recordar a un vino “clásico”.

Y en el plato vuelve a manifestarse el espíritu del maestro Escoffier: un “steak tartar bomb”, versión peculiar del beefsteak a la tartare, nombre que le dio el fundador  del hotel Ritz de París y autor de la gran obra Ma cuisine cuando añadió salsa tártara al beefsteak a la americaine. José Prieto lo presentó  en Xare-lo ligeramente templado, con la carne apenas acariciada por un pase de soplete y con un aderezo sutil, tímido que no enmascaraba el sabor del producto. Exquisita interpretación de todo un clásico de la gran cocina. Quizá se hubiese agradecido un picado un poco más grueso, pero es cuestión de gustos (y de que alguna pega hay que poner). Cierto es que el steak tartar últimamente ha recuperado protagonismo en las mesas, pero son bienvenidas versiones personales que aportan matices sin sacrificar la esencia original.

El punto dulce nos lo trajo un Viognier de cosecha tardía, singular, aromático, glicérico que acompañó a una espectacular torrija. Asomaba nuevamente el clasicismo francés en el pan brioche fundido con la tradición española de la Semana Santa, aromas de miel y azafrán daban la pincelada del autor.

Así finalizaba una cena que comenzó con unos ejercicios de cata de la mano de Yolanda Piñero, que también explicó sus vinos con pasión.

Una cena con recuerdos y para el recuerdo. José Prieto, en esta ocasión nos ha ofrecido una cocina más sencilla, con muchos guiños al clasicismo culinario, elegante y equilibrada, dicho sea sin desmerecer el trabajo de otras ocasiones. A veces, menos es más. Esta noche ha sido así y no es fácil.

No hay cena redonda sin el trabajo en equipo, el personal de sala del restaurante Xare-lo pone el broche de oro con simpatía y profesionalidad. Enhorabuena.

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